MANUEL TRIGO CHACON
La aviación comercial ante la psicosis terrorista
19.01.2010
EL ESPECTACULAR y sangriento ataque a las Torres Gemelas de Nueva York y al Pentágono el 11 de septiembre de 2001 con aviones comerciales motivó en Estados Unidos la urgente necesidad de revisar su política de relaciones internacionales, con la idea de adaptarse a las nuevas circunstancias. Una nueva era comenzaba, e iba a suponer un retroceso en las libertades y derechos fundamentales de los ciudadanos de todo Occidente.
Otros atentados preparados minuciosamente en Londres no llegaron a tener éxito por la intervención a tiempo de los servicios de Inteligencia. El último intento conocido de volar una aeronave en vuelo -de Amsterdam a Detroit- tuvo lugar el día de Navidad del año pasado. Ello ha sobresaltado de nuevo a la opinión pública norteamericana, y muy especialmente al mismo presidente Obama, quien a su regreso de sus vacaciones en Hawai ha tenido que responsabilizarse de los errores cometidos por sus agencias de seguridad. La decisión inmediata ha sido un estricto y riguroso control de viajeros y aeronaves mediante la aplicación de nuevas tecnologías como el escáner personal. También ha pedido a su asesor de seguridad, John Brenan, un informe completo y urgente sobre la seguridad interna de Estados Unidos, informe que deberá estar elaborado en 30 días.
Hay que referirse a la opinión de expertos, universalmente aceptada, de que la seguridad absoluta contra un ataque terrorista indiscriminado nunca se podrá alcanzar. El riesgo cero es imposible. La investigación tecnológica tiene su reverso en la invención de nuevos métodos terroristas. Ambos, producto de la invención humana para el bien y para el mal, tratan de adaptarse a la época en que vivimos. Y es que en nuestros días, más de 1.500 grandes aviones con unos 300 pasajeros de media cruzan el Atlántico Norte de Europa a América y de vuelta a Europa, cada 24 horas, transportando en definitiva a más de medio millón de pasajeros con sus cientos de miles de maletas facturadas y sus equipajes de mano en cabina. Los aeropuertos se masifican y cuentan por cientos de miles el número de personas que transitan por sus pasillos y mostradores cada día, lo que hace muy difícil una investigación rigurosa.
Naturalmente, ante esta nueva dimensión del transporte aéreo, originado por el deseo imparable de viajar rápido, bien por turismo, por negocio o por razones familiares, la regulación jurídica de la aviación comercial se ha ido quedando obsoleta. El Convenio de Chicago, impulsado por Estados Unidos y que dio origen a la Organización de Aviación Civil Internacional OACI en 1944, ya no sirve. Tampoco tienen utilidad en gran parte los posteriores Convenios de Tokio de 1963 sobre actos ilícitos a bordo de aeronaves; ni el de La Haya, de 1970, ni el de Montreal de 1971, sobre apoderamientos y otros actos ilícitos, así como otros protocolos y reglamentos anteriores al año 2001.
El terrorismo internacional, consciente de la espectacularidad del siniestro aéreo, no ha dudado en intentar llevarlo a cabo una y otra vez. No porque las aeronaves sean frágiles, todo lo contrario. El comportamiento de la aeronáutica y de los aviones en vuelo está garantizado. Lo mismo cabe decir de la pericia de las tripulaciones: comandantes, pilotos y auxiliares de vuelo demuestran una profesionalidad y disciplina extrema -que a veces no es apreciada por los pasajeros-, y son muy numerosos los casos en que han salvado vidas y evitado actos terroristas.
Sin embargo, la masificación y la velocidad son el talón de Aquiles de la aviación comercial. La masificación, porque dificulta el control de pasajeros sospechosos y de sus equipajes. La velocidad, porque a 900 kilómetros por hora y a 3.000 metros de altura, hacen que un tiroteo, una pequeña explosión o un incendio a bordo, puedan tener consecuencias fatales.
Fue la II Guerra Mundial la que impulsó e inspiró con sus fortalezas volantes la construcción de los Superconstelations, capaces de cruzar el Atlántico. Podemos afirmar que la invención de la aviación comercial es, en gran parte, de origen norteamericano. La época anterior a la contienda, desde 1903, con el primer vuelo fugaz de los hermanos Wright, y el sobrevuelo del Canal de la Mancha, seis años más tarde, por Blériot, sólo tienen significación histórica.
Al final del siglo XX vimos la desaparición de la URSS y de su influencia en el Tercer Mundo. Su rival, Estados Unidos, se encontró como poder hegemónico mundial, apoyado por la Unión Europea. Muchos de esos pueblos del Tercer Mundo, decepcionados con Rusia, cayeron en el radicalismo islamista y pensaron que el enemigo a batir era Norteamérica, máximo exponente del Occidente, que expoliaba sus recursos naturales y que pretendía penetrar y asentarse en Oriente Medio y en Asia. Los radicales islámicos atacaron a Estados Unidos con su propia aviación comercial, e intentan hacerlo de nuevo buscando los resquicios de la fortaleza en que se está convirtiendo Norteamérica, con indicios serios de convertirse en un futuro en un estado totalitario.
La reacción de Obama va a ser contundente. Está perdiendo prestigio y su índice de popularidad ha descendido vertiginosamente en sólo un año de mandato. Tendrá que seguir las recomendaciones de los generales del Pentágono y extender la guerra a otros países. Su raza y su oratoria se pueden volver contra él, y la Norteamérica profunda del centro y del oeste le repudiarán al final de su primer mandato. Los radicales islamistas divulgarán en el Tercer Mundo su imagen de traidor, responsable de nuevas guerras. Y posiblemente no será reelegido para una segunda presidencia.
Viajé en un vuelo de Iberia a Nueva York cuatro días después del frustrado atentado de Detroit. En Barajas no sólo pasé el equipaje de mano por el escáner; también lo registraron minuciosamente antes de subir al avión -dobladillos del abrigo incluidos-, además de someterme a un cacheo completo de cuerpo, brazos y piernas. Ya en Nueva York, lo mismo o más. Un pasajero tuvo que desmontar totalmente su pierna ortopédica, que fue escaneada y analizada en su composición. La noche del 31 de diciembre, la policía de Nueva York acordonó el área de Time Square. Apenas se podía llegar a los hoteles. Estaban nerviosos porque alguien había dejado una maleta en la acera, y la multitud, que quería ver bajar la tradicional bola de Fin de Año, lo invadía todo. La psicosis terrorista en Norteamérica es total.
PRETENDE BARACK Obama que los pasajeros se vigilen unos a otros, y que denuncien a la tripulación actitudes sospechosas. Con carácter de urgencia se han establecido unas normas en todos los aviones que van a Estados Unidos, consistentes en que nadie se mueva de los asientos una hora antes del aterrizaje en suelo americano. Que en ese tiempo no se pueda utilizar el cuarto de baño, ni coger nada del equipaje de mano. Que los auxiliares vigilen que las mantas de los pasajeros se pongan en el suelo.
Las agencias de seguridad norteamericanas, que ya han contabilizado más de 500.000 nombres, ampliarán la lista de sospechosos que no pueden viajar al país y coordinarán mejor la información. Actualmente, las 22 agencias nacionales, junto al FBI, tienen 225.000 funcionarios. Todo este despliegue no ha podido evitar que tenga lugar un incidente como el protagonizado por Umar Farouk Abdulmutallab, que voló desde Nigeria vía Amsterdam a pesar de estar catalogado como sospechoso.
Obama ha declarado, además, que Estados Unidos está en guerra con Al Qaeda, que no es un estado, ni un pueblo, ni un partido político. Poco se sabe de esta organización, pero ello le permite al presidente cerrar su espacio aéreo en cualquier momento y limitar o suprimir todas las libertades del derecho aéreo e internacional. Y Europa, menos asustada pero vinculada con Estados Unidos, obedecerá y pondrá también escáneres corporales en sus aeropuertos y otros controles parecidos. Lo tendremos que soportar por la seguridad aérea, y prescindiremos de muchos derechos y libertades. Es indudable que esta nueva situación de la aviación comercial requerirá nuevos acuerdos globales.
Pero, ¿y si los terroristas cambian de táctica y se dedican a atacar trenes o el Metro? ¿Y si deciden utilizar los cientos de miles de contenedores que entran en los puertos o en los aeropuertos con mercancías? ¿Y si atacan una planta nuclear? Ya se ha dicho: la seguridad absoluta no existe. Lo más recomendable, como se intenta hacer, es minimizar los riesgos en origen. Aunque se trata de una tarea nada fácil.
Manuel Trigo Chacón es doctor en Derecho Internacional y autor del libro Globalización y terrorismo (Ed. Visión L)
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martes, 19 de enero de 2010
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